Donostia San Sebastián en 1813 arruinada fríamente, fué un designio. José Canga Arguelles ministro de Hacienda de España. 1835.

Donostia 1813-8-31“La ruina de Donostia San Sebastián (1813) fue obra llevada a efecto con designio.”
“Convengamos en que San Sebastián fué arruinada fríamente, sin que hubiese provocado con su conducta tan terrible suerte.”

1835 José Canga Arguelles ministro de Hacienda de España.

Observaciones sobre la historia de la guerra de España que escribió el teniente coronel Napier (1829).
José Canga Arguelles. Tomo II. Madrid 1835.
Pág. 288-299

“... La legal justificación que se hizo de todo me autoriza para decir, que la ruina de San Sebastián (1813) fue obra llevada a efecto con designio.

Porque no eran solas las tropas que dieron el asalto, las que dos días después de este saqueaban, quemaban y delinquian sin freno, sino las que al cebo del pillage venían sin fusiles desde el campamento de Astigarraga, distante una legua, a manchar sus manos en la depredación y a celebrar las orguías detestables del furor guerrero. Acudían también las brigadas con sus mulas a a cargar los efectos, y hasta las tripulaciones de los transportes ingleses, que estaban al ancla se repartían la presa, llevándose el hierro de los balcones de las casas (1).

Ello es, que a la ciudada de San Sebastán, cuyos méritos se decía ser bien conocidos del general inglés a principios del mes de setiembre de 1813, o a los 36 días de haberla sitiado, quedó reducida a cenizas, después de un saqueo inhumano y de atrocidades inauditas (2).

Los nobles hijos de San Sebastián, al ver sus desolación y su desgracia tienen el desconsuelo de no poder decir, como los indomables zaragozanos, “estas ruinas son timbres de una defensa heroica hecha contra un enemigo que “intentaba oprimirnos” y estos destrozos son efecto de nuestro arrojo y de nuestra decisión.

(1) Manifiesto de San Sebastián, folio 9.
(2) Véase Doc. núm. XLII, tomo 2.

“El caso de San Sebastián”, por valerme de las mismas expresiones que usaron los agraviados en una respetuosa representación al Gobierno legítimo (1), “fué de un carácter distinto del de las demás ciudades destruídas en la presente guerra y aun en las de los tiempos más remotos. Es el primero de sus especie de que hay memoria. Su suerte es igual en lo trágico a la de otras, pero incomparablemente más dolorosa; porque el origen de que procede no le permite aspirar a la inmortalidad”.

Zaragoza, Gerona, Manresa y Molina podían consolarse en su ruina; porque con ella habían comprado coronas inmarcesibles; “habían escarmentado a los invasores; y habían dado a los satélites del tirano una prueba inequívoca, de que los habitantes de estas ciudades conservaban las heroicas virtudes heredadas de sus mayores (1);” pero la injuriada ciudad de San Sebastián, que oprimida mientras los franceses la dominaron, se conservó constante en favor de la causa de la legitimidad; que había socorrido con afecto cariñoso a los ingleses que en los combates cayeron en poder del enemigo común; que lejos de auxiliar a este en su resistencia, llevó su desafecto hasta el extremo de la temeridad; y que al ver entrar triunfantes a los aliados en su recinto, se entregó a las efusiones del gozo y de la alegría, ofreciéndoles descanso, regalos, y una cordial y sincera amistad;

recibió por recompensa los más atroces tratamientos; viendo arder sus templos, profanarse los lugares mas santos, hundirse sus edificios y violarse el pudor y la decencia del modo más brutal y desenfrenado.

¡Escándalos, horrores y desacatos nacidos del gratuito encono de los que titulaban amigos y comunes sostenedores de la causa mas santa que han defendido los hombres!!!

¿Y San Sebastián acaso, había dado motivo que de algún modo disculpara estos desmanes?

¿Fué tanta la sangre derramada por los ingleses en los ataques, o tan terca la obstinación de los habitantes a recibirlos, que hiciera inevitable tan dura represalia? ¿Cuando el asalto intentado sin éxito el día 25 de julio dejó a algunos ingleses en manos de los franceses, los de San Sebastián, no se esmeraron en su buen trato, proporcionándoles camas, ropas y regalos? ¿Los heridos, no fueron socorridos con ardiente caridad por los vecinos y los eclesiásticos (1)?

Tanta ha siso la hidalga bondad de los de San Sebastián; tan insigne su virtud; y tan comedido su porte con los agresores; que cuando después de aniquilada la ciudad, se reunieron los infelices vecinos que habían sobrevivido, a tratar de la reparación de sus males; al observar su situación lamentable, al verse abismados en la pobreza mas desvalida, y al revolver en su memoria el origen de sus infortunios; después que deshechos en lágrimas lloraron la desgracia de sus patria, rindiendo honores fúnebres del sentimiento a los compatriotas sacrificados a la injusta venganza de los que se llamaban amigos; terminaron una escena tan triste, dando al mundo un ejemplo de moderación, acaso único en la historia.

(1) Manifiesto de San Sebastián, folio 4.

En medio de sus dolor, y haciendo treguas con los naturales impulsos del desquite de las injurias recibidas; al decidirse a levantar su amada ciudad de entre las cenizas, “hicieron voto solemne de guardar silencio sobre las pasadas atrocidades, por no perjudicar a la fama de los ingleses en el momento en que se disponían a entrar en territorio enemigo; y en que la publicación de lo ocurrido pudiera dañar el buen éxito de la causa general (1).”

De este modo se condujo San Sebastián con los ingleses, antes y después de los horribles atentados a que me refiero. Su delicadeza llegó al punto de que cuando la enormidad de los crímenes en ella cometidos, la daba derecho para pedir indemnizaciones y desagravios; y cuando las personas de alta clase, asegurándola “que los males sufridos habían pasado la medida y que la Inglaterra debería abrir una inscripción, pues de otro modo padecería mucho influencia en la Península;” debían acalorar sus demandas; se limitó a pedir al Caudillo británico su protección (2).

(1) Véase el Documento núm. XLV
(2) Véase el Documento núm. XLVI

Pero la fatalidad hizo que un paso tan interesante fuera desatendido, y que no pudieran lograr siquiera que se la auxiliara con 2.000 raciones diarias para mantener con ellas los operarios que debían ocuparse en apartar los escombros (1).

Si hubo en aquella época buenos y celosos españoles que clamaron en favor de San Sebastián; no faltaron extrangeros que se ocuparan en disculpar las atrocidades, y en cubrir con velos especiosos su enormidad.

Decían que el mal trato fuera consecuencia del poco entusiasmo con que San Sebastián había mirado las causa; queriendo tacharla de infidente. Pero esta imputación, que debía serle mas sensible que los daños padecidos, no pudo sostenerse; por haber sido tan clásicas y tan multiplicadas las pruebas de lealtad que había dado, y tan demasiadamente públicos los sentimientos patrióticos que la distinguieran de sus habitantes, aun en medio del sitio; que la alegación del pretexto descubría la criminalidad de los a quienes se trataba de defender.

-¿Y aun dado caso que el pueblo hubiera sido difidente, qué derecho tenía el ejército inglés para castigarle, y para entrometerse en un asunto doméstico? ¿Y la resolución de negocio tan delicado, podía fiarse a la fuerza? ¿Y las acusaciones de esta clase, en las cuales a las veces se envuelven circunstancias que requieren para su aclaración mucha delicadeza, mucha calma, y un rigor exquisito para medir los tiempos y calificar los acaecimientos, se había de confiar a la mano militar siempre violenta, y mucho más en ocasiones como la de que se hace mérito?

(1) Véase el Documento núm. XLVI.

Añadíase, “que era imposible impedir los males indicados, en plazas tomadas por asalto; y que el ilustre Caudillo de las tropas había entrado en muchas por este medio, y que ninguna había sido tomada sin ser saqueada; siendo esta una fatalidad que acompañaba a los asaltos, y un mal inevitable en cumplimiento de un gran servicio.”

Aunque son para mí muy respetables los que así se han expresado; y aunque no dejo de conocer que en el calor de un asalto, y en la refriega de una entrada, cuando hay un encarnizado empeño en la resistencia, son inevitables son destrozos y los desmanes; no puedo convenir en que estos sean inevitables cuando como en San Sebastián la ocupación se hizo en solas dos horas; y cuando el vecindario no resistió a los asaltantes.

Tampoco estoy de acuerdo en que el mal a que me refiero fuese inevitable, ni que de él resultara un gran servicio, con una gran ventaja. Porque, ¿qué bienes ha sacado el vencedor de arruinar una ciudad rica, que podía prestarle auxilios para la defensa? ¿Qué honor ni qué ventajas produjo al servicio público el escarnio que sufrieron los Magistrados pacíficos y el vilipendio del honor de los habitantes? ¿Y estas atrocidades añadieron algunos timbres a las armas vencedoras, habiéndose cometido sin que el enemigo a quien iban arendir hiciera oposición?

¿Los franceses, acaso, en cuantas plazas tomaron en España, siendo enemigos, empeñados en la conquista, dejaron de sus conducta militar un monumento tan oprobioso como el que sobre los escombros y sobre la miseria de San Sebastián han levantado los ingleses, siendo amigos?

Es preciso no olvidar la naturaleza de las guerras que se citan, y en las cuales el inclito Wellington mandó dar asaltos y rindió plazas. ¿Estaban los ingleses en la India; o acaso habían venido a España a conquistar para sí los pueblos, o a castigar sublevaciones y rebeldías contra su autoridad? ¿ No se decían aliados para lanzar de la península a los usurpadores? ¿Los españoles, no les estaban unidos en los sentimientos?

Circunstancias todas, que condenando las máximas y costumbres guerreras, inaplicables al caso, deben hacer mirar como criminal lo que desgraciadamente se disimula en otra clase de lides.

Se añade y se repite, que los primeros generales del mundo, no pudieron evitar lo que sucedió en San Sebastián. Si se puede evitar, y si se puede cortar el progreso de los excesos de la clase de los de San Sebastián, nos lo enseña la historia de lo ocurrido cuando la entrada del ejército español, el año de 1581, en Lisboa, mandado por el Duque de Alba. “Solo os encargo” le dijo, “dos cosas: la primera, que cada Coronel ejecute las órdenes que se le han dado, y los Capitanes las que aquellos les dieren: la segunda es, que Lisboa no ha de ser saqueada… Puse en otra ocasión sobre Roma el mismo precepto; allí por ser ciudad de San Pedro, y aquí por ser del Rey: no ciudad rebelde, sino nobilísima, y a quien un tirano oprime… Así es la voluntad del Rey. En Roma os ofrecí recompensa del saqueo que estorbé: aquí hago lo mismo; y como aquella se cumplió, ésta también se cumplirá.”

Porque si es imposible refrenar al soldado, cuando después de los peligros y fatigas de un largo sitio y de un duro asalto, toma satisfacción en la sangre, en las fortunas y en el honor de los habitantes de la plaza ocupada; no se podrá negar, que más irresistible y menos fácil de domeñar deberá ser el ansia de una retalación, cuando un pueblo injustamente invadido por otro, humillado y maltratado por este, llega al fin a sobreponerse, y vencido el agresor, entra victorioso en su territorio.

La venganza parece natural e irresistible, porque la legitiman los insultos recibidos. Esto sucedió a los españoles en año de 1813 a su entrada en el territorio francés. Aunque ardían en deseos de vengar sus ultrages, el ilustre Duque de Wellington los refrenó con duras providencias; habiendo logrado que los franceses se eximiesen del peso de las desdichas, que de otro modo hubiesen experimentado.

¿Y lo que se logró de nosotros al entrar en Francia, no se pudo conseguir de los ingleses en San Sebastián?

Para creerlo, sería preciso negar a estos la disciplina de que tienen dadas pruebas bien ilustres, o suponer a los españoles más dóciles, más cobardes, o menos sensibles a los acicates del resentimiento del pundonor y la represalia.

Convengamos en que San Sebastián fué arruinada fríamente, sin que hubiese provocado con su conducta tan terrible suerte.

San Sebastián en el momento mismo en que pronunciando los dulces nombres de paz, de lealtad, y de alianza, se lanzaba en los brazos de los que aclamaba por sus libertadores; se halló correspondida por estos con la devastación, que vino a destruir lo que se había salvado de las manos enemigas.

San Sebastián, al recibir con la tranquila confianza que le inspiraba su inocencia, a los que reputaba amigos, se encontró en peor estado que el que le cupiera cuando gemía bajo la dominación de los invasores; viendo convertidas las voces de la cordial ovación, en los gemidos de la viudez desvalida, en los alaridos de la desesperación, en los lamentos de la honestidad violada, y en el crugir espantoso de los derrivos y de los quebrantos, causados por los que siendo aliados, la trataron con mayor rigor que a una ciudad rebelde.

¿Y el agravio de Talavera había sido tal, que no pudiese espiarse sino a costa de los inocentes habitantes de un pueblo, que tenía derecho a reclamar consideración, el aprecio y el reconocimiento de los ingleses? ¿ Y la cólera de las tropas británicas, no podía mitigarse sino con la ruina de más de 1.500 familias, que quedaron empobrecidas y sin auxilios, y con la pérdida de 200.000.000 de reales, que en tanto se calcula el valor de los capitales arruinados (1)?

Es muy sensible que el Sr. Napier haya empleado su pluma en recordarnos un suceso tan ingrato, y que los que sufrieron sus efectos, sin condenarle al olvido, habían cubierto con el silencio, por pura generosidad y prudencia. Suceso que, lejos de derramar algún lustre sobre la nación inglesa, meditado en el período de cuatro años, derrama una mancha sobre sus perpertradores: suceso al fin, que se oyó con horror, y que él solo basta para envilecer siglos enteros de glorias (2); y que presentado hoy en la historia como resultado de un resentimiento, perpetúa el descrédito de los que le consumaron, irritando las pasiones de los que lloran aun sus consecuencias.

¡Desgraciados y nobles hijos de San Sebastián; si cuando padecíais tan atroces males, conmovido con la relación fehaciente que de ellos hicisteis a la faz del mundo, tuve el honor de esforzar vuestras quejas, y de sostener vuestros clamores; al ver al cabo de veinte años, lejos de haceros la justicia que se os debe, se quieren legitimar los crímenes de que sois víctimas, con pretextos mas reprensibles aun que estos; apoyado en el título honroso con que vuestra bondad premió entonces mi celo; no puedo menos que dirigiros mi voz, para que estimulados por las nuevas ofensas, reclaméis la reparación de los agravios, poniendo un freno a la malicia de vuestros enemigos.

La tolerancia y el silencio acreditando de verdaderos los motivos que hoy se alegan, para disminuir la enormidad de vuestras ofensas, se atribuirían a la cobardía; que siendo incompatible con la entereza que siempre ha caracterizado a los bizarros vascongados animaría al Sr. Napier para seguir impávido el plan de difamación de los españoles, que se ha propuesto el escribir su fatídica historia.

(1) Sr. Miñano, Diccionario geográfico, Art. SanSebastián.
(2) Idem, Idem.

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